Eléftheros en el país imaginario

Segunda Parte

Tres Colores

Eléftheros no podía creer la suerte que había tenido al encontrar un lugar como aquel. Allí dónde se posaban sus ojos descubría belleza; en las formas casi redondeadas de las viviendas y en el edificio enorme que frente a él se levantaba y que intuía que se trataba seguramente de la Casa Consistorial. También en el mobiliario urbano, que curiosamente estaba acorde con las formas, tanto de rejas de ventanas y balcones, como de farolas y señales. Todo lo que parecía metálico tenía un aspecto moldeable, formando círculos y espirales u otras formas curvilíneas al azar. Lo que no vio por ninguna parte eran ángulos rectos ni cantos, como si el propósito de aquella arquitectura urbana fuera no hacerse daño y proteger de cualquier golpe al más pequeño de sus habitantes.

Eléftheros, decidió sentarse en uno de esos originales bancos para reposar después de su caminata matutina, lo que sería un segundo premio ya ganado de sobras. Después de sentarse, un leve suspiro salió de su boca al sentir como la parte lumbar de su espalda se relajaba. De su macuto sacó el último dulce que compró en su anterior destino, un rico bizcocho con un toque avainillado, recubierto de almendra y piñones. «qué pena…» pensó, «con lo lejos que estoy ya de dónde lo compré y lo rico que está; bueno, disfrutaré de este último pedazo admirando esta maravilla de villa». Mientras disfrutaba de su dulce iba observando el ajetreo de la gente que pasaba por la plaza. Fue entonces cuando reparó en que todos los habitantes que pasaban por allí parecían figurantes del lugar: todos con los mismos colores y tonos en los ropajes, aunque con tejidos y patrones diferentes; todos con la misma mirada fija a un objetivo sin descifrar por la visión ajena, pero eso sí, todos con una expresión de alegría y paz en sus rostros. «parece que tienen claro hacia dónde se dirigen. Qué suerte sentir que tienes un objetivo fijo en la vida» pensó Eléftheros. Y justamente al oír su propio pensamiento, descubrió por primera vez el sentimiento de infelicidad. Una desdicha recién nacida de reconocerse sin un objetivo en su propia vida, sin algo concreto que desear o alcanzar. Eléftheros no había conocido aún el sentido de la codicia o la pretensión en algo. Solo sabía del deseo; pero un deseo puro en cuanto a sentimientos, conformándose con la simple observación de lo deseado. Algunas veces, claro está, Eléftheros había logrado conseguir aplacar ese deseo, pero siempre de una forma fortuita y pasiva; como por ejemplo las veces que había disfrutado de manjares, a los cuales le invitaban los lugareños del poblado o ciudad sin que él tomara en ningún momento una iniciativa primogénea, o bien, cuando disfrutaba de alguna hermosa mujer. En este último caso siempre eran situaciones espontáneas y en las que él se veía de repente sumergido en un mar de miradas para dar paso seguidamente a las caricias y demás deleites del cuerpo… Pero jamás fue buscando estos encuentros ni mucho menos. También, en los diferentes trabajos que había tenido, había existido esa casualidad natural que a veces la vida nos brinda, pues Eléftheros, no buscaba algo concreto que hacer para poder ganarse el pan de cada día. Simplemente intentaba ayudar en los quehaceres que le iban surgiendo a su paso y claro, normalmente recibía incentivo, ya fuera en forma de dinero o en comida o incluso ropas nuevas. Por decirlo de otro modo, Eléftheros se dejaba llevar por la vida y allí dónde ésta le conducía, eso era lo que él disfrutaba.

Sorprendido con su nuevo sentir, en la misma medida que triste, Eléftheros comenzó a cerrar su macuto. En ese instante alguien junto a él le dijo:

— Estás llamando la atención demasiado amigo, ven conmigo o te invitarán a algo no muy deseable.

Eléftheros levantó la mirada y vio a un anciano con aspecto grácil, pero del cual se intuía una fuerza interior aún vivaz.  Su piel, parecía papiro milenario de tan arrugada, seca y amarillenta que era. Pero sus ojos chispeaban como si de un adolescente se tratase. Eléftheros quiso responder, pero el anciano paró sus palabras levantando un dedo al aire como si al hacer ese gesto intentara no solo detener una frase sino el mismísimo tiempo.

— No hay excusas ni tiempo para ellas. Sígueme o no te ayudaré.

Eléftheros siguió al anciano y mientras se alejaba, no paraba de mirar alrededor sin entender qué podía haber hecho mal como para necesitar de una ayuda que no había pedido. Aún así, confió en aquel hombre pues su mirada era amigable.

Salieron de la plaza a paso ligero y siguieron por una calle que nacía justo al lado de la Casa Consistorial. La calle era amplia pero poco a poco se hacía cada vez más estrecha y oscura. Los pocos rayos de sol que la alcanzaban reflejaban en algunas ventanas, deslumbrando por unos segundos a Eléftheros. Y justo en uno de esos segundos, cuando volvió a mirar hacia adelante, el anciano había desaparecido. Eléftheros se detuvo en seco y de repente una fuerza descomunal le alcanzó su brazo derecho, arrastrándolo al interior de una vivienda.  

— Bienvenido a Doulos y por supuesto, bienvenido a mi humilde casa. Mi nombre es Poulí.  — dijo el anciano mientras Eléftheros se recomponía del tirón. — perdón por haberte hecho entrar en mi hogar de esa forma tan brusca, pero era necesario que te ocultaras inmediatamente, pues a lo lejos vi venir a dos de los ayudantes del gobernador.

Eléftheros se disponía de nuevo a responderle cuando volvió a hablar Poulí.

— Lo primero que hay que hacer para evitar problemas es darte ropa nueva. Ven conmigo, creo que tengo algo que te irá bien. Ciertamente eres un chico musculoso y alto, pero yo con tu edad, aunque ahora no lo aparente, era como tú. — le decía Poulí mientras rebuscaba en un cofre de madera que estaba situado en un rincón de la estancia.

Eléftheros se sentía confuso. Poulí le dio una blusa y un pantalón de lino del mismo tono violáceo, ambas prendas un tanto desgastadas por el paso del tiempo y los lavados, pero de igual modo, el mismo tono que desde que llegó a Doulos no dejaba de ver aquí y allí al igual que los otros dos colores. Así que volvió a intentar preguntar a aquel anciano.

— Señor Poulí…

— Nada de señor jovenzuelo, Poulí a secas por favor. Sé que soy ya un anciano pero te aseguro que mi espíritu conserva la juventud como recién estrenada — contestó Poulí medio riéndose e interrumpiendo de nuevo a Eléftheros. — Pero bueno, sigue sigue… ahora ya estamos más tranquilos y me imagino que tendrás muchas dudas ante la rapidez de lo que ha sucedido.

Entonces Eléftheros se giró un momento para observar la estancia en la que se encontraba y de paso, poner en orden sus ideas y las preguntas que se le agolpaban en su mente. Tomó aire mientras miraba una pequeña lumbre que había encendida en la chimenea y dijo:

— Señ.. Perdón, Poulí… ¿Podría explicarme qué ha sucedido exactamente y porqué se ha visto en la obligación de tener que ayudarme? No me he sentido en peligro en ningún momento. Estaba en la plaza tan tranquilo…

— Si, si… eso parece ¿no es así? — respondió Poulí.

— ¿Eso parece? ¿A qué se refiere? Le aseguro que no acabo de entender nada.

— Verás chico, la situación es más complicada de lo que parece. Pero mejor cámbiate mientras preparo algo de comer. Así, mientras te repones del susto te contaré lo que pasa en este lugar aparentemente apacible y hermoso.

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