Aquella mañana me había despertado con una sensación de inquietud; sentía nerviosismo, como si algo importante fuera a ocurrir. Pero por mucho que indagaba en mi mente, no podía recordar ningún plan que tal vez, en la confusión que últimamente me rodeaba, hubiera olvidado y que, mi a veces generosa intuición, mandara señales desde algún lugar (si existiera ese lugar… vete a saber).
Me metí en la ducha. Me hubiera quedado bajo el agua caliente toda una eternidad. Ojalá nuestras vidas pudieran siempre proporcionarnos ese momento cálido y de abandono. ¿Tal vez ese momento es cuando nos sentimos más cerca de nosotros mismos, en el que nuestro instinto recuerda la lejana y olvidada estancia natural en el vientre materno? Nunca lo sabré. Tampoco sabía porqué a pesar de esa ducha reconfortante me seguía sintiendo inquieta.
Me vestí, no con ganas, la verdad sea dicha y salí a la calle. Y en ese preciso instante me di cuenta porqué me había levantado con inquietud. Toda mi realidad había cambiado, no a peor, no me confundas; podría decirse que el cambio era a mucho mejor, aunque aún no lo sabía. Pero a veces esos cambios precisan de horas, días, semanas o incluso años para poder encajarlos en nuestro ser. Es entonces cuando decidí tomarme mi tiempo.
Empecé a caminar por las calles de ese pueblo que ahora se me antojaba tan diferente. Tal vez los pasos con libertad, sin explicaciones, sin tener que decir a nadie dónde te llevan, te hacen sentir así, inquieta. Aunque también me sentía más viva que nunca. Viva y sola. Sola, viva y libre. Ahora solo tenía que cuidar de mi pequeño y de mi.
Respiré hondo a la vez que el sol bañaba mi cara. Volví a sentirme reconfortante, igual que en la ducha, y pensé que tenía que encontrar mi lugar. Pero algo me decía que mi lugar no era aquel. Necesitaba saber quién era yo en ese preciso momento y empecé a preguntarme qué era lo que más me gustaba. Esa pregunta ya me la habían hecho unas noches antes mis amigos ¿qué quieres hacer? ¿Qué te gusta? A veces es una pregunta muy difícil de contestar cuando sientes que toda la responsabilidad de la respuesta que des, recae sólo en ti. Tú contestas y tú decides lo que vas a hacer, lo que vas a ser. Sin contar con nadie más, sin preguntar a nadie el típico – ¿a ti que te parece?– o –¿Hago bien haciendo esto o lo otro?–.
Estaba tan acostumbrada a estar acompañada que ahora la libertad me parecía algo irreal.
Después de pasar un rato bajo el cálido sol decidí volver a mi nuevo piso. Era pequeño, recogidito, como se suele decir, pero a mi me encantaba. Por primera vez después de mucho, me sentí segura, pues allí no vivía nadie que pudiera herirme, que pudiera envolver mi vida en una falsa burbuja de felicidad y vida perfecta. No había nadie que me vendiera sueños cuando en realidad eran pesadillas de mentiras y falsedades. En mi pisito, ahora, todo era claridad, verdad, esperanza por un futuro aún incierto, pero real. Y a pesar de todo, comencé a llorar, pues la soledad empezó a invadirme por dentro. Empezó con un pequeño agujero que se formaba justo en el centro de mi pecho. Lo podía visualizar en mi mente. Se iba transformando en un hueco creciente; podía verlo, podía incluso sentirlo. Cuánto más lloraba, más y más se agrandaba. Pensé, por un momento que podría engullirme a mi misma. Un “yo” absorbido por otro “yo” vacío, negro. Me miré al espejo y no me conocía. ¿Qué había pasado conmigo? ¿Dónde estaba mi inocencia? ¿Dónde estaba mi alegría de vivir? ¿Y mi risa?. La imagen que reflejaba el espejo era patética… pero en ese hueco inmenso, en esa oscuridad cósmica, de repente pude ver una luz brillar. Era muy pequeña, igual que una estrella que parpadea a años luz de nosotros, apenas perceptible. Y comprendí en ese preciso momento que tenía que aferrarme a ella, a su luz. De una forma inconsciente sabía que esa estrella era él, mi pequeño. Y me dije mirándome al espejo – Ya no hay nada más que esta oscuridad ¿que te parece si ahora intentas llegar a ese punto luminoso?– Así que de una forma casi automática me dirigí hacia la cocina, me preparé una taza de café con leche y bebí sin prisa, notando como el calor bajaba por mi garganta y agradeciendo que a pesar de todo el esfuerzo y de todos el llanto derramado, lo tenía a él, mi gran tesoro, mi pequeña estrella brillante.
Días después todo cambió. No fue fácil pero pude llegar a mi estrella; me aferré tanto a ella que su parpadeo se convirtió en el mío, haciéndome tantas cosquillas en mi alma que la risa volvió de forma automática. Ahora ya sabía lo que era estar en un espacio negro y vacío, sola con mi soledad, así que ¿a qué podía temer ya? Y todos los manjares del mundo volvieron a mí, con sabor a esperanza.
