Eléftheros en el país imaginario

octubre 11, 2021 2 Por josefina

PRIMERA PARTE

Ensueño

Había una vez un país imaginario. Un lugar en el que las cadenas de las rutinas, impuestas por intereses propios, eran ruido de un pasado muy lejano y casi olvidado, pero dónde el aburrimiento era remotamente impensable debido a la cantidad de quehaceres diversos y aleatorios, siempre motivados por un bien comunitario. En ese país, todo se difuminaba en color verdeceledón, orchilla y gutagamba, unos colores idóneos para respetar el descanso visual de la comunidad y que, en la hora crepuscular, daba a todo el paisaje la sensación de vivir en un todo único y universal. El uso de esos colores era solo una de las “no normas” que regían en ese lugar. Porque allí, no había prohibiciones sino algo muchísimo mejor, había “no normas” para que la gente se sintiese realmente libre:

“dícese de una norma que lejos de ser impuesta es aconsejable seguir para la serenidad vecinal, pero por la cual no hay que regirse si uno no lo desea”.

Esta definición es justamente la que rezaba en la página del prólogo de El Gran Libro del país imaginario, antes de relatar las 103 no normas para llevar una vida tranquila y pacífica entre los ciudadanos de esta región.

Los ciudadanos respetaban las no normas de El Gran Libro sin cuestionarlas, pues confiaban en el buen juicio de sus ancestros. Solo había que ver, gracias a ellas, la infinidad de beneficios que tenía seguirlas. Por ejemplo, nadie brillaba por encima de otros evitando disputas por envidias, o gracias a éstas, se trabajaba en diferentes tareas sin caer en la monotonía del aburrimiento y el cansancio que produce una única labor, aunque lo ideal fuera que no se tuviesen que realizar durante largas horas, tal y como ocurría. Aún así, los lugareños comenzaban cada mañana muy temprano su tarea encomendada y bien organizada, que conocían gracias a grandes tablones puestos en la Casa Mayor, que así era cómo se llamaba el lugar dónde residían los custodios del Gran Libro, en el que aparecía el trabajo a realizar por cada uno de los habitantes, hora y lugar encomendado.

Pero justo en la última página de este venerado, ancestral y porqué no decirlo, curioso libro, también se podía leer:

“Si algún benevolente ciudadano no desea regirse por alguna de estas no normas, será sacrificado según sea la no norma no respetada o expulsado en su caso, del país imaginario por el bien comunitario”.

Y así pasaban los días, meses y años en el país imaginario, sin que nadie desafiara las no normas por miedo al sacrificio o la expulsión, o bien por la costumbre de no querer romper tradiciones.

Una madrugada llegó un caminante por esos lugares. Se llamaba Eléftheros. Como no podía ser de otro modo y marcado por su nombre, se despidió de sus padres recién llegada su edad adulta y emprendió un viaje que le llevaba veintidós años ya. No se cansaba de visitar lugares y conocer a sus gentes, sus hábitos, mitos y verdades para, en el día menos planeado, emprender de nuevo su camino hacía otro rumbo. Durante sus viajes había realizado labores de todo tipo: cocinar para campesinos e incluso para algún rey, labrar campos en compañía de agricultores arrugados y secos por una tierra quemada por el sol, lavar ropa junto a mujeres hermosas… esto último, todo hay que decirlo, le permitió pasar buenos momentos con alguna de aquellas damas, entre sábanas mojadas tendidas al viento y jabones húmedos y pegajosos descansando después del cántico del frotar y frotar. En definitiva, Eléftheros tenía la vida que deseaba y cuando ésta se le empezaba a antojar algo aburrida y monótona, la llamada del camino le susurraba por las noches, haciéndole preparar de nuevo su macuto con sus pocas pertenencias y emprender un nuevo destino.

A medida que se iba acercando al país imaginario, Eléftheros empezó a sentirse feliz de poder recorrer esa región. Era como caminar por un sueño. Quedó maravillado por una atmósfera de paz y armonía, rodeado de una naturaleza exuberante. Diminutos insectos revoloteaban a su alrededor, comenzando un día que se preveía cálido, recolectando néctar de la infinidad de flores que crecían por todas partes. En la lejanía ya se divisaba el país imaginario, pero lejos de ver una ciudad plomiza y vulgar, Eléftheros pudo contemplar lo que jamás imaginó que encontraría: un lugar dónde poder detener al fin sus pasos y asentarse definitivamente. En ningún momento se le había pasado antes por la cabeza dejar sus andares por el mundo, todo lo contrario. Su estilo de vida era para él el símbolo de su existir. Pero sin saber cómo y a medida que se iba acercando a esa ciudad misteriosa de tres colores, la idea de asentarse se iba fijando más y más en su mente.

Entró por uno de los pórticos del país imaginario y se detuvo un instante primero para volver la vista atrás y dejarse embelesar por el precioso camino silvestre que acababa de abandonar. Después, sin ninguna prisa, comenzó a observar el alto relieve de las enormes columnas. No se trataban de columnas de esplendoroso mármol, como las que había podido apreciar en otros lugares. Estas, por el contrario, eran bastas y robustas; de una piedra grisácea en la que se notaban el pasar de los años, tormentas e incluso, porqué no, alguna que otra batalla. Aunque esta idea le pareciese repentinamente imposible en un ambiente en el que Eléftheros sentía dentro de él, que era pacífico y hospedador. En el dintel del pórtico descubrió una inscripción que rezaba:

“Todo aquel que cruce este pórtico alcanzará la libertad de la mano de las no normas”

Eléftheros repitió en voz baja varias veces la frase tallada en la piedra sin llegar a entender su significado. Así que se giró para continuar por una calle adoquinada con unas piedras que jamás había visto, pues éstas desprendían unos leves destellos verdes con el brillo de un sol que se anunciaba ya, ciertamente una forma de pavimentar un suelo de ciudad muy original.

La calle era algo estrecha y se metía en un entresijo de viviendas bajas, todas del mismo color, un amarillo anaranjado, el cual le recordaba al amanecer que acababa de presenciar. Empezaban a oírse las primeras voces de la mañana: unos buenos días por aquí y otros por allí, gente apresurada para llegar a tiempo a sus trabajos, o al menos era eso lo que presuponía Eléftheros. Y niños que correteaban alrededor de sus madres con mochilas a la espalda, preparados para la escuela.

De repente, esa callejuela estrecha pero ya llena de la vida matinal, le condujo a una gran plaza. «¡Qué maravilla!» pensó Eléftheros. Jamás en otro pueblo o ciudad pudo ver semejante belleza. Los adoquines verdes pasaron a ser de un color para el cual él no tenía nombre. Les recordaba a los atardeceres de su infancia que disfrutaba con sus padres, cuando el cielo se teñía de violetas, naranjas y rosados. Un suelo que resplandecía según le daban los rayos de sol y que junto con el color de todas las casas le daba al lugar un aspecto mágico y de ensoñación.

Todo el lugar parecía de ensueño…